LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS 19, 1-10
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la
ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de
distinguir quien era Jesús, pero la gente se lo impedía porque era de bajo de
estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera para verlo, porque tenía
que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:
--Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en
tu casa.
Él bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto,
todos murmuraban
diciendo:
--Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor.
--Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los
pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.
Jesús contestó:
--Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es
hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que
estaba perdido.
HOMILIA
Iba un difunto camino del cielo, donde esperaba encontrarse con Dios
para su juicio. Se acercó a la entrada: las puertas estaban abiertas de par en
par y nadie vigilaba. Se animó y cruzó la puerta. ¡Estaba dentro del cielo! De
sala en sala se fue internando en el cielo, hasta que llegó a lo que tendría que
ser la oficina de Dios; en su centro vio, sobre un escritorio, las gafas de
Dios. No pudo resistir la tentación de echar una mirada a la Tierra con esas
gafas. Con ellas se veía la realidad profunda de todo y de todos: lo profundo
de las intenciones de los políticos, las auténticas razones de los economistas,
las tentaciones de los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras
partes de la humanidad. . .
Entonces se le ocurrió localizar a su socio de la financiera donde
trabajaba; lo logró; en ese instante su colega estafaba a una pobre mujer viuda
con un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria para
siempre. Al ver la injusticia que su socio iba a realizar, tuvo un profundo
deseo de justicia. Buscó bajo la mesa el banquito de Dios y lo lanzó a la
Tierra. El banquito le pegó un gran golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.
En ese momento Dios llegaba a su despacho. Nuestro amigo se sobresaltó;
Dios le llamó, pero no estaba irritado. Simplemente le preguntó qué estaba
haciendo. El pobre trató de explicar que había entrado en la gloria porque
estaba la puerta abierta; él quería pedir permiso; pero no sabía a quién...
-No, no -le dijo Dios-, no te pregunto eso. Lo que te pregunto es lo
que hiciste con mi banquito.
Animado, le contó que había entrado en su despacho, había visto el
escritorio y las gafas, y no había resistido la tentación de echar una miradita
al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.
-No, no -volvió a decirle Dios. Todo eso está muy bien. No hay nada que
perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran capaces de ver el
mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó
con mi banquito donde apoyo los pies?
Animado del todo, le contó a Dios que había estado observando a su
socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia, y que sin pensar en
nada había tomado el banquito y se lo había arrojado a la espalda.
-¡Ah, no! -volvió a decirle Dios-. Ahí te equivocas. No te diste cuenta
de que, si bien te habías puesto mis gafas, te faltaba tener mi corazón.
Imagínate que si yo cada vez que veo una injusticia en la Tierra me decidiera a
tirarles un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para
abastecerme de proyectiles. No, hijo mío. No. Hay que tener mucho cuidado con
ponerse mis gafas, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Solo
tiene derecho a juzgar el que tiene el poder de salvar.
Ese fue el corazón con el que Jesús
miró a Zaqueo. Lo amó, lo perdonó, y Zaqueo se dejó amar. Pero el mensaje
de hoy no es solo que Dios nos mira con su corazón misericordioso, sino que
somos nosotros los que debemos usar el corazón de Dios para nuestras relaciones
con los demás. De nosotros depende que el amor que Dios nos tiene llegue
también a os que no se dejan amar por Dios, y la mejor forma de hacerlo es
amarlos nosotros y mostrarles el camino hacia Dios.
Que nuestra vida sea un reflejo de ese mismo corazón de Dios que quiere
amarnos a nosotros, con nuestros defectos y equivocaciones, y que quiere amar a
los demás por medio de nuestro corazón.
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