domingo, 6 de noviembre de 2022

DOMINGO TREINTA Y DOS DEL TIEMPO ORDINARIO

 

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:

-- Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.

Jesús les contestó:

-- En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.

HOMILIA

Uno de los pilares en los que se apoya nuestra fe cristiana es creer en la resurrección de los muertos, en la vida eterna. Jesús lo dijo muchas veces y de todas las formas posibles. Que Dios nos tiene preparada una nueva vida en la que disfrutaremos para siempre de su compañía, de su amor.

El cómo sucederá eso, nadie lo sabe, pero lo que si sabemos y creemos es que toda nuestra vida debe estar dirigida a esa nueva vida que brota del amor de Dios.

Una vida que cree en la resurrección, debe ser una vida llena de luz, llena de esperanza y sobre todo debe llenar de vida a todos los que los rodean.

Un hombre, su caballo y su perro iban por una carretera. Cuando pasaban cerca de un árbol enorme cayó un rayo y los tres murieron fulminados. Pero el hombre no se dio cuenta de que ya había abandonado este mundo, y prosiguió su camino con sus dos animales (a veces los muertos andan un cierto tiempo antes de ser conscientes de su nueva condición...).

La carretera era muy larga y colina arriba. El sol era muy intenso, y ellos estaban sudados y sedientos. En una curva del camino vieron un magnífico portal de mármol, que conducía a una plaza pavimentada con adoquines de oro. El caminante se dirigió al hombre que custodiaba la entrada y entabló, con él, el siguiente diálogo:

- “Buenos días.”

- “Buenos días”, respondió el guardián.

- “¿Cómo se llama este lugar tan bonito?”

- “Esto es el Cielo.”

- “¡Qué bien que hayamos llegado al Cielo, porque estamos sedientos!”

- “Usted puede entrar y beber tanta agua como quiera. Y el guardián señaló la fuente.”

- “Pero mi caballo y mi perro también tienen sed...”

- “Lo siento mucho”, dijo el guardián, “pero aquí no se permite la entrada a los animales.”

El hombre se levantó con gran disgusto, puesto que tenía muchísima sed, pero no pensaba beber solo. Dio las gracias al guardián y siguió adelante.

Después de caminar un buen rato cuesta arriba, ya exhaustos los tres, llegaron a otro sitio, cuya entrada estaba marcada por una puerta vieja que daba a un camino de tierra rodeado de árboles. A la sombra de uno de los árboles había un hombre echado, con la cabeza cubierta por un sombrero. Posiblemente dormía.

- “Buenos días”, dijo el caminante.

El hombre respondió con un gesto de la cabeza.

- “Tenemos mucha sed, mi caballo, mi perro y yo.”

- “Hay una fuente entre aquellas rocas”, dijo el hombre, indicando el lugar. “Podéis beber tanta agua como queráis.”

El hombre, el caballo y el perro fueron a la fuente y calmaron su sed. El caminante volvió atrás para dar las gracias al hombre.

- “Podéis volver siempre que queráis”, le respondió éste.

- “A propósito ¿cómo se llama este lugar?”, preguntó el hombre.

- “El Cielo.”

- “¿El Cielo? ¡Pero si el guardián del portal de mármol me ha dicho que aquello era el Cielo!”

- “Aquello no era el Cielo. Era el Infierno”, contestó el guardián.

El caminante quedó perplejo.

- “¡Deberíais prohibir que utilicen vuestro nombre! ¡Esta información falsa debe provocar grandes confusiones!”, advirtió el caminante.

- “¡De ninguna manera!”, increpó el hombre. “En realidad, nos hacen un gran favor, porque allí se quedan todos los que son capaces de abandonar a sus mejores amigos.”

Nuestra fe en la resurrección, nos debe mover a hacer vivir ya en este mundo a los demás un anticipo de esa nueva vida, a probar ya en la tierra lo que un día se nos ha prometido para el cielo. No podemos vivir en una espera pasiva, sino en una espera activa en la que construyamos ya entre nosotros esa nueva vida.

Creer en la resurrección, es también creer, que nosotros somos los responsables de hacer que en este mundo se acaben todos los mecanismos de muerte que hay a nuestro lado. Ser capaces de levantar a los que están caídos, porque no encuentran sentido a su vida. De dar ejemplo de que merece la pena vivir esta vida en plenitud, desde el amor y la entrega a los demás.

Creer en la resurrección es ser defensores de la vida en todas las circunstancias que se nos presentan. Es ser en nuestro ambiente constructores de vida, y una vida plena.

Vivamos nuestra vida desde la alegría de la resurrección y contagiemos esa alegría a todos los que nos rodean, seguro que así nosotros viviremos más felices, y haremos que los demás también.

FELIZ DOMINGO Y QUE DIOS OS BENDIGA.

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