LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS 13, 33-37
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-- Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Es
igual que un hombre que se fue de viaje y dejo su casa, y dio a cada uno de sus
criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no
sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al
canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre
dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!
HOMILÍA
Era un pequeño y antiguo
pueblecito, presidido por un castillo aún más viejo, que estaban situados en la
frontera de un país lejano, al lado de un gran desierto. Tanto el pueblo como
el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasaba alguien cerca de ellos.
Alguna vez se detenían a pernoctar extrañas caravanas o caminantes solitarios,
pero, en cuanto se alimentaban y descansaban, volvían a irse, dejando a los
habitantes del pueblecito y del castillo con su diario aburrimiento.
Y así hasta que un día llegó un
mensaje del rey de la nación informando de que, en la corte, se habían recibido
noticias de que Dios en persona iba a venir a su país, si bien aún no se sabía
qué ciudades y zonas visitaría. Pero era probable o, al menos, posible que
pasara por nuestro
pueblecito. Por lo cual, por si
acaso, el pueblo y el castillo debían prepararse para recibirle tal y como Dios
se merecía.
Esto trastornó de entusiasmo a las
autoridades, que mandaron reparar las calles, limpiar las fachadas, construir
arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones. Y, sobre todo, nombraron
centinela al más noble habitante de la aldea. Este centinela tendría la
obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y desde allí avizorar
constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la llegada
de Dios.
El centinela recibió el encargo
con orgullo: jamás en su vida había hecho algo tan importante. Y se dispuso a
permanecer firme en la torre con los ojos abiertos como platos. "¿Cómo
será Dios?", se preguntaba a sí mismo. "¿Y cómo vendrá? ¿Tal vez con
un gran ejército? ¿Quizá con una corte de carros majestuosos?" En este
caso, se decía, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos.
Y durante las veinticuatro horas
del día y de la noche no pensaba en otra cosa y permanecía en pie y con los
ojos abiertos. Pero, cuando hubieron pasado así algunos días y noches, el sueño
comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría nada si daba unas cabezadas, ya
que Dios vendría precedido por sones de trompetas, que, en todo caso, le
despertarían.
Y pasaron no sólo los días, sino
también las semanas, y la gente del pequeño pueblo regresó a su vida de cada
día y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Y hasta el propio centinela
dormía ya tranquilo las noches enteras y él mismo se dedicaba a pensar en otras
cosas, porque ya no era capaz de concentrarse sólo en aquella espera.
Y pasaron no sólo las semanas,
sino también los meses e incluso los años y ya nadie en el pueblo se acordaba
de aquel anuncio para nada. Incluso un año de gran hambre, la población fue
desfilando, uno tras otro, hacia tierras más prósperas. Y se quedó solo el
centinela, aún subido en su torre, esperando, aunque ya con una muy débil
esperanza. Y pasaban ejércitos y caravanas que, por unos momentos, encendían
sus sueños, pero ninguno era el ejército o la caravana del Dios anunciado.
Y el centinela comenzó a pensar:
"¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo nunca tuvo interés alguno, y
ahora, vacío, mucho menos. Y si viniera al país, ¿por qué iba a detenerse
precisamente en este castillo tan insignificante?" Pero, como a él le
habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la esperanza, su
decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas.
Hasta que un día se dio cuenta de
que, con el paso de los días y los años, se había vuelto viejo y sus piernas se
resistían a subir la escalera de la torre. Sintió que sus ojos se iban
cerrando, que ya apenas veía y que la muerte estaba acercándose. Y no pudo evitar
que de su garganta saliera una especie de grito: "Me he pasado toda la
vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle."
Y entonces, justamente en ese
momento, oyó una voz muy tierna a sus espaldas. Una voz que decía: "Pero
¿es que no me conoces?" Entonces el centinela, aunque no veía a nadie,
estalló de alegría y dijo: "¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho
esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te he visto?" Y, aún con
mayor dulzura, la voz respondió: "Siempre he estado cerca de ti, a tu
lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero
ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan
y sólo los que me esperan, pueden verme."
Y entonces el alma del centinela
se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, como estaba, volvió a abrir los
ojos y se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
Comenzamos el tiempo de Adviento.
Tiempo de espera, tiempo de mirar en nosotros y encontrarnos con aquel que nos
ama, con aquel que siempre está a nuestro lado, con aquel que pasa por nuestras
vidas deseando que lo reconozcamos. Que no pase este tiempo como algo más. Que
nos sirva para encontrarnos con un Dios que nos espera hecho hombre para que lo
amemos como Él nos ama a nosotros.
FELIZ DOMINGO Y QUE DIOS OS
BENDIGA
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